La frase que da título al presente artículo es una simple versión en formato pregunta de una famosa máxima atribuida al ministro socialista D. Carlos Solchaga Catalán, que fue primero ministro de Industria (1982-1985) y posteriormente ministro de Economía y Hacienda (1985-1993), en sendos gobiernos socialistas presididos por D. Felipe González Márquez.
MARCOS EGUIGUREN. Director asociado de proyectos estratégicos de la UPF-Barcelona School of Management. Cofundador de SingularNet Consulting
La máxima, como habrá adivinado usted ya, querido lector, rezaba: “La mejor política industrial es la que no existe”.
Debo reconocer que no tengo demasiado claro cuál es la respuesta a la pregunta que encabeza estas líneas y, cuanto más leo acerca del tema, más difícil me parece optar por una opción concreta. Es por muchos conocido que la política de reconversión industrial pilotada por Solchaga en la década de los ochenta produjo sonoras privatizaciones y cierres de importantes empresas en una serie de sectores industriales, especialmente en actividades relacionadas con la industria pesada, en la que las ventajas competitivas del país estaban muy en entredicho. Todo ello provocó unos años de protestas sociales, incremento del paro y contribuyó a una cierta desindustrialización que, según algunos argumentan, orientó al país hacia actividades relacionadas con la construcción y el turismo. Sin duda, aquella reconversión acabó con algunos tipos de actividad industrial que habían vivido dopados durante décadas por el apoyo del Estado, ya que no podían mantener por sí solos un nivel de competitividad razonable a nivel global.
Tal vez a aquella política de dopaje empresarial pueda haber alguien que la calificara como política industrial. Yo prefiero denominarla fábrica de ilusiones puesto que se generaron ilusiones de riqueza entre los empresarios beneficiados, entre los trabajadores del sector y entre las comunidades que albergaban las sedes de esas empresas dopadas. Y, lo que es peor, esas ilusiones, que no estaban en absoluto respaldadas por la innovación y la competitividad intrínsecas de las actividades beneficiadas, generaban a su vez sentimientos de oprobio y enfado por los supuestos derechos truncados entre las capas sociales afectadas al retirar el Estado su ayuda. Si eso es política industrial, le aseguro, querido lector, que ya tengo respuesta a la pregunta inicial. Prefiero que no exista.
El peso de la industria en general en tanto por ciento del PIB a nivel de la zona euro pasa de una estimación del 30% en 1980 a un 21,6% en 2024
Compilando diversas fuentes (World Bank, Trading Economics serie WDI), observamos cómo el peso de la industria en general en tanto por ciento del PIB a nivel de la zona euro pasa de una estimación del 30% en 1980 a un 21,6% en 2024. En el caso español la tendencia es parecida, aunque el descenso es ligeramente más acusado, pasando de un 32% en 1980 a un 19,5% en 2024.
Si eliminamos el efecto del subsector energético y de la construcción y nos centramos exclusivamente en la evolución del subsector manufacturero entre los mismos años, vemos que, en Europa, este pasó de un 22% del PIB aproximadamente, en 1980, a un 14% en 2024, mientras que, en España, con menor tradición industrial que buena parte de Europa, el salto ha sido del 18,5% en 1980 a un 10,7% en 2024.
Las conclusiones son bastante obvias, desde luego el peso de la industria no ha disminuido mucho más en España que en el resto de Europa en estos cincuenta años, por lo que es probable que la reconversión industrial de los ochenta fuera un mal necesario en aquellos momentos. Esta cuestión ha sido un reto genérico europeo por el que, al estar la economía del continente totalmente abierta en un entorno global, actividades que otrora fueron eje de la industria europea se mudan a otros países con costes menores, mientras que en Europa se desarrollan actividades industriales de mayor valor añadido —aunque tal vez de menor volumen agregado— y, sobre todo, actividades del creciente sector servicios vinculadas con las características demográficas y de renta disponible de los ciudadanos del continente. En España, por las características de nuestro país, con un elevado crecimiento de un sector de no demasiado valor añadido hoy por hoy como es el turismo.
El quid de la cuestión está en que lo que para ti era básicamente un reto en un entorno de economía global abierta y con reglas de juego respetadas que te invitaba a especializarte en otras actividades económicas que permitieran que siguieras en la senda del crecimiento, puede convertirse en una trampa si la globalización económica se desvirtúa un tanto o las reglas de juego del comercio mundial dejan de ser respetadas. Esa trampa es de carácter más geopolítico que económico puesto que aquellos productos industriales que antes podías comprar a buen precio a terceros países —y por ello no hacía falta que los produjeras tú mismo— ahora pueden encarecerse artificialmente o, incluso peor, su exportación puede ser artificialmente restringida por los Estados de origen, por motivos espurios.
Por lo tanto, el resurgir de los debates sobre si Europa —España en este caso— debe tener una política industrial que revierta el descenso que el sector ha sufrido en las últimas décadas es un debate de génesis geopolítica con derivadas económicas, no al revés. No hay que olvidar que es el nacionalismo político en determinados Estados el que atenta contra la globalización y genera esas situaciones y, debo advertir que, si la respuesta de política industrial europea también está excesivamente mediatizada por los Estados, generará a su vez más nacionalismo a nivel global y un mayor retroceso de la apertura económica mundial.
Desde luego el peso de la industria no ha disminuido mucho más en España que en el resto de Europa en estos cincuenta años
Tengo, por tanto, una respuesta a la pregunta del inicio. Sí, por desgracia, porque preferiría que no fuera así, Europa y España necesitan hoy de una cierta política industrial para afrontar un dilema de perfil geopolítico. Pero, mucho cuidado porque no todo vale y no debemos volver a la política industrial de la participación del Estado en el capital de empresas y de subvenciones o de tratamiento extremadamente diferenciados a cierto tipo de actividades porque eso nos situaría en el cauce de la pobreza y de la autarquía. Nada en contra con volver a apoyar el desarrollo de la industria, en estos momentos de la historia, pero, mucho cuidado, la clave está en el cómo.
En las últimas semanas en las que he estado leyendo bastante sobre este tema, han caído en mis manos algunos textos de algunos jóvenes y brillantes economistas, debo suponer que de clara tendencia izquierdista, que no solo cuestionan la globalización y el libre mercado, sino que llegan a afirmar que ante los evidentes fallos de mercado el Estado se ha visto obligado a ir detrás de las empresas para atajar los mismos y que eso debería ser justo al contrario. Debería, según ellos, ser el propio Estado el que marcara el ritmo y definiera hacia dónde deben ir la innovación y la inversión, interviniendo con claridad, creando mercado y “disciplinando” al capital si hiciera falta. Desde luego, mi opinión particular, aunque solo sea una opinión, no puede ser más diferente.
Tal vez esos economistas tengan parte de razón y el papel del Estado en la economía pueda ser hasta cierto punto deseable en determinados momentos históricos
Olvidan esos economistas las lecciones de la historia y de la filosofía. Olvidan también que una institución que ya es un monopolio por su propia naturaleza, el Estado, debe ser controlada por la sociedad, supervisada de múltiples formas y su orientación a seguir creciendo, que es una tendencia inherente a cualquier organización humana, debe ser recortada y limitada, para evitar que un Estado teóricamente democrático se transforme en una amenaza a la libertad. Olvidan esos economistas que las organizaciones humanas que no están sujetas a las amenazas del entorno y a los vaivenes de la competencia son menos fuertes, menos resilientes, más endogámicas y tienen una mayor tendencia a cometer crasos errores de apreciación por la forma en la que toman decisiones. Tal vez esos economistas tengan parte de razón y el papel del Estado en la economía pueda ser hasta cierto punto deseable en determinados momentos históricos, desde un punto de vista puramente económico y geopolítico, pero siempre será discutible desde la perspectiva del desarrollo de una sociedad próspera y libre a largo plazo.
Con muy pocas excepciones, en alguna actividad muy concreta, la política industrial no puede ir en la línea que defienden mis doctos colegas. Si así fuera, yo, desde luego, me bajo del barco. Debe ir en una línea de incentivación positiva transitoria de aquellas actividades industriales más prometedoras en áreas de actividad en las que existan ya claros mimbres (talento, tecnología, infraestructura, capacidad inversora, etc.) que dejan ver las capacidades competitivas intrínsecas, aun cuando no estén del todo desarrolladas. Así sí se pueden establecer políticas de incentivación que permitan que la propia capacidad que ya se empieza a percibir florezca más rápidamente y con más fuerza. Debe ir también en una línea de limpieza negativa, por la que el Estado puede y debe hacer las cosas más fáciles en términos generales a las empresas e inversores, suprimiendo requisitos y trabas administrativas no imprescindibles para que sea más fácil que se generen nuevas actividades de carácter industrial.
Por lo tanto, hoy en día, sí parece necesaria una cierta política industrial, pero no todo vale.












